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Por: Jefferson Rojas

 

Cuando escuchamos a otros referirse a personas que padecen trastornos ligados a la salud mental, es recurrente que a éstos se le asocien características peyorativas en función de su diagnóstico. Ese mismo prejuicio y estigma no sólo cimienta las bases de la falta de visibilidad de las enfermedades mentales, sino que también aumenta el sufrimiento de las personas afectadas, impidiendo muchas veces, por vergüenza o temor, que busquen ayuda y puedan acceder a un tratamiento adecuado.

La discriminación no sólo afecta la calidad de vida de las personas que padecen estos trastornos, sino también a sus familias y cercanos, que en ocasiones asumen el papel de cuidadores. Dificultades para encontrar y mantener sus trabajos, acceder a otras prestaciones de salud y contar con una red apoyo eficiente se encuentran entre los principales desafíos que deben afrontar las personas que sufren algún tipo de trastorno de salud mental.

En chile el presupuesto dedicado a la salud mental sólo alcanza a cubrir el 20% de la población total, panorama que se ha agravado considerablemente por los efectos de la pandemia. Se espera que en los próximos años la demanda aumente. Según el Termómetro de la Salud Mental (2021) llevado a cabo por la Universidad Católica de Chile, en colaboración con ASCH, casi la mitad de los chilenos evalúa su estado de ánimo como peor que antes de la pandemia.

Erradicar el estigma y la discriminación que acompañan a la salud mental, es el primer paso para hacernos cargo de una problemática inherente a la salud humana y de paso acompañar a los miles de familias que hoy en día sufren en silencio sus consecuencias.

Nos urge tomar conciencia de la importancia de tener una salud mental plena y satisfactoria. Articular una discusión responsable en esa materia, es un compromiso que debemos asumir no sólo como país sino también a nivel personal. Miremos más allá del diagnóstico y encontrémonos con quién siempre estuvo ahí: un amigo/a, un hermano/a, un hijo/a, un padre o una madre.